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La joven malika posa con la bandera de su pueblo en Arrasate. Kepa Oliden
«Arrasate es el mejor lugar para estar fuera de casa»
Población extranjera en Gipuzkoa

«Arrasate es el mejor lugar para estar fuera de casa»

Tres mujeres nacidas en el Sáhara, Etiopía y Honduras relatan los motivos por los que tuvieron que migrar y cómo empezaron de cero en Gipuzkoa

Beatriz Campuzano

San Sebastián

Domingo, 18 de mayo 2025, 00:04

M

alika tiene 33 años y es saharaui. No había nacido cuando la bandera española dejó de ondear en 1976 en el Sáhara, pero sí que ha sufrido las consecuencias. Conoce bien sus orígenes y sabe lo que es vivir en un campamento de refugiados. Pero también es consciente de la suerte que ha tenido de poder estudiar y trabajar en Gipuzkoa. Ella, como muchos otros saharauis, vive en Arrasate, donde se encuentra la comunidad más extensa de apátridas del territorio, con 69 personas. Aunque ella ya dispone de papeles nacionales otros compatriotas llevan «años esperando» unos documentos que se quedan atascados y sin los que es «muy difícil buscar trabajo o recibir ayudas».

Hace ya más de doce años que la familia de Malika se asentó en Arrasate y se deshace en halagos hacia esos vecinos que les acogieron y les pusieron todas las facilidades habidas y por haber para que se sintieran como en casa. Agradace al ayuntamiento por haberse preocupado desde el principio «en integrarles y hacerles sentir parte de la comunidad. Por invitarles y dejarles participar en todos los eventos culturales o en fiestas de colegios. Estamos muy unidos, la comunidad saharaui nos sentimos uno con los arrasatearras. Estamos fuera de casa sí, pero Arrasate es el mejor lugar para estar fuera de casa porque estamos integrados y sentimos el cariño de todo el pueblo», se sincera.

La primera vez que Malika llegó a España en el 2000 lo hizo a Granada con tan solo 7 años gracias al programa Vacaciones en Paz, un proyecto de cooperación internacional que permitía a niños saharauis que vivían en los campamentos de refugiados en Tinduf (Argelia) pasar dos meses de verano en familias españolas. Durante tres años seguidos descubrió las bondades de la ciudad andaluza y sus padres, que se encontraban en un campamento de refugiados, vieron en que podía ser una oportunidad para que tuviera una mejor formación. Sus tíos, que por aquel entonces vivían en Huesca, la acogieron y matricularon en el colegio. No fue hasta 2009 cuando pudo reecontrarse con sus padres, que por un tiempo se asentaron en Huesca hasta poder trasladarse a Vitoria. Por casualidades de la vida terminaron a finales de 2011 en Arrasate. Desde entonces no se han movido.

«Hace catorce años solo éramos tres familias procedentes del Sáhara», puntualiza. Hoy son casi setenta. «Desde hace dos años el número de saharauis ha ido en aumento, fundamentalmente por el efecto llamada». Malika y sus dos hermanas, porque su hermano pequeño nació en la localidad guipuzcoana, consigueron pronto que se les reconociera como nacionales al tener su abuelo DNI español. No obstante, lamenta que muchos de sus compatriotas llevan años esperando un papel que no llega. «Hay muchos saharauis en Euskadi porque aquí sí que se reconoce el pasaporte saharauí pero otras comunidades no. Hay que hacer mucho papeleo, acreditar que nuestros padres estuvieron censados en España, presentar el carné de saharui, etc. Y la resolución luego tarda entre dos y tres años», se queja, porque es un tiempo «en el que no podemos trabajar o tener acceso a determinados servicios o ayudas».

Hoy el pueblo saharaui ya está más que asentado en el municipio y cuentan con un local para desarrollar sus actividades y que los niños puedan aprender árabe y mantener vivas las tradiciones de su comunidad.

María Cruz Hondureña

«Emigrar es de valientes y se siente mucha soledad»

«Soy de aquí y de allá». Las palabras de María Cruz, una de las 7.120 personas de origen hondureño, son toda una declaración de intenciones. Es hondureña y lleva desde 2006 viviendo y trabajando en San Sebastián. Con tan solo 29 años dejó su Yoro natal, una localidad que vive principalmente de la agricultura y de la ganadería, en busca de una nueva vida en la capital guipuzcoana. «Llegué cargada de ilusiones, con ganas de superarme y, de alguna manera, demostrar a mi familia de lo que era capaz», cuenta. Pero esa ambición por prosperar, por salir adelante pronto se tradujo en una presión por conseguir dinero para mandar a la familia que dejaba atrás y que no les faltara de nada.

Lo más difícil, recuerda, fue dejar su entorno. «Llegas a un país nuevo, con otras costumbres y sin amigos ni nada. Se siente una soledad muy grande. Solo vienes tienes en mente el tener que trabajar y al final te vas dejando por los de allí. Tu pasas a un segundo plano. Yo siempre digo que emigrar es de valientes porque te obliga a salir de tu zona de confort y aprender desde cero. Cuesta desligarse de allí: tu cuerpo está aquí, pero tu cabeza no. Los cambios dan miedo, sí pero por necesidad los haces», relata.

Ella que, cuando hizo las maletas, pensaba que iba a poder trabajar de costurera aquí solo encontró empleo en el sector de la hostelería. Nunca se ha sentido discriminada. Al revés, se ha sentido «protegida» y en este sentido agradece a las «buenas personas» con las que se topó y le ayudaron a encontrar un trabajo. «Hay gente que te va a abriendo puertas» y así «consigues ir progresando», puntualiza. También con el tiempo uno va conociendo a compatriotas en la misma situación y al final «se convierten en amigos y nos ayudamos entre nosotros, tejemos una red de apoyo».

La fe, como a muchos compatriotas, le ha ayudado. Acostumbrada a participar en talleres con jóvenes en la iglesia de su ciudad natal, al llegar fue a pedir ayuda a la Pastoral de Inmigración. «Somos una comunidad muy creyente y nos involucramos en muchos proyectos sociales», destaca. Nunca ha perdido sus raíces y tampoco quiere perder su acento. «He estudiado euskera, tengo ya el B1. Como cocinera, me he esforzado por aprender la cocina vasca y también participo en todas las actividades que ofrece el Ayuntamiento a través de la casa de las mujeres. Creo que en la riqueza está la mezcla».

Emigrar hoy no es lo mismo que hace veinte años. «Ahora hay más facilidades. Cuando yo llegué teníamos que comunicarnos desde los locutorios o con los teléfonos de las cabinas y salía caro porque metías monedas pero enseguida se cortaba», rememora y prosigue, «ahora, con el móvil nos podemos hasta ver».

Está feliz y a gusto en San Sebastián. Suele volver cada año y medio a su país, pero ya no se ve viviendo allí. «Es duro volver. La situación en Honduras no es buena».

Rebecca Berhe Gebre Etopía

«La gente no tiene por qué no aceptarte si haces las cosas bien»

Pertenece a una de las comunidades con menos representación en Gipuzkoa. Rebecca Berhe Gebre, nacida en Addis Abeba, hija de eritreo y somalí, es la más pequeña junto a su hermano mellizo de sus ocho hermanos. Lleva 23 años en España, seis en el territorio y habla en perfecto castellano. «Nosotros nos tuvimos que ir de Eritrea por mi padre, que era fotógrafo. Llegamos a Barcelona pidiendo asilo político y nos quedamos a trabajar y estudiar», cuenta. Por amor hizo las maletas y se instaló en 2019 en Zarautz, donde trabajó en diferentes sectores.

La comunidad etíope en el territorio es muy pequeña, por no decir casi diminuta. «Solo sé que hay tres estudiantes, pero cuando acaben el curso se irán, y muchos niños adoptados. Es curioso porque al no haber en Euskadi casi ningún referente o asociación al que acudir siendo etíope me estoy haciendo un hueco porque les sale el restaurante. Yo estoy encantada de que familias vascas me traigan a sus hijos para conocerlos y enseñelarles cosas», sostiene sonriente.

Etiopía, uno de los países más poblados del Cuerno de África, lleva años sumergido en conflictos internos, étnicos y las secuelas de la guerra civil en Tigray todavía siguen obligando a los miles de ciudadanos a desplazarse forzosamente. Volver, para esta mujer de 41 años que hace un año decidió emprender y abrir su propio negocio, no es una opción. Ni siquiera de viaje. «Etiopia está muy mal. Hace 15 años volví y el choque fue muy grande. Me costó mucho volver y ver a mis vecinos o amigos, ver su realidad que ya es la mia y me tuve que volver», cuenta apenada.

Allí todavía viven sus tíos con quien mantiene el contacto. «No quiero perder el vínculo con mi país, no quiero perder mi religión, mi cultura ni mi comida». Tampoco su nacionalidad. «Soy etíope y no quiero dejar de serlo ni nacionalizarme aquí porque Etiopía no permite a sus ciudadanos tener la doble y no quiero perderla por mucho que me cueste renovar mi pasaporte», añade.

En su ADN está el trabajar. «Siempre nos han enseñado que hay que estudiar o trabajar. En mi país todo el mundo tiene formación porque la educación es publica. De hecho, casi todos los etíopes que conozco que han venido en patera son chicos jóvenes y con estudios que vienen a buscarse la vida porque allí es imposible», puntualiza. En Gipuzkoa, siempre se ha sentido una más. Tampoco entiende por qué hay quienes pudieran rechazar a las personas de origen extranjero. «La gente no tiene por qué no aceptarte si haces las cosas bien. Es importante que te reconozcan por tu esfuerzo, por tu trabajo», insiste.

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